lunes, 24 de noviembre de 2008

29 pirulines


Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, que los cumplas Anette, que los cumplas feliz!!
Hoy cumplo 29 pirulines (que son parecidos a los pirulos de ustedes pero más divertidos) y lo quería compartir con mis lectores con esta humilde tortita virtual, de la cual se pueden servir más de una porción si lo desean.
A propósito de mi onomástico, les prometo un post autobiográfico para esta semana. Gracias por leerme,
Anette

sábado, 15 de noviembre de 2008

Esas malditas perfectas

Hace un par de semanas, una mañana de viernes, me tocó salir de trámites con un pronóstico de 100 % de probabilidades de tormenta. Calcé mis clásicos pantalones negros (que saben ir solitos a tribunales ida y vuelta), mis zapatos simil charol, mi viejo impermeable y con el paraguas compradoenlapuertadelpalacio* en mano, partí hacia la aventura laboral.
Una hora después, los cumulus y los nimbus empezaron a chocar, y el trueno más estampatoso que hayan oído hizo temblar la city porteña. Me reí por dentro, sabiendo que contaba con mi kit para días de lluvia y seguí caminando, envalentonada.
Dos cuadras más tarde, las gotas tenían el tamaño de una sandía, y mis zapatitos simil charol comenzaban a emitir un humillante "cuij cuij" a cada paso. El viento se huracanaba y mi paraguas se blandía de un lado a otro, inmanejable ante el vendabal. Inútiles fueron mis esfuerzos. Una ráfaga infernal, precedida de un torrencial chaparrón, arrancaron de mis manos el paraguas, que fue a morir bajo las inmorales ruedas del 12. Y junto con él, mi amor propio.
Así, en menos de un segundo me encontré sin paraguas, completamente empapada, con el pelo hecho un nido de caranchos, los papeles desparramados, y el ánimo por el piso. Llámenme exagerada, pero en ese momento, me sentía el ser más desgraciado y chiquito del planeta. Y pensé "nada peor que esto me puede pasar jamás".
Hasta que la ví.
Ahí estaba ella, parada junto a mi protegiéndose de la lluvia, la creación más bella de la naturaleza. Aquella por la que Adán renunciaría de nuevo al paraíso, por la que cualquier tipo sacaría los ojos de la tele. Ahí estaba ella. Completa y diametralmente opuesta a mi. Mi antítesis. El Alfa de mi Omega. El Yin de mi Yan. El jamón crudo español de mi grasienta picada. Yo, el pollo mojado. Ella, la maldita perfecta que en mi un día de lluvia deja de serlo.
Ignorándome, como se ignora una bolsa de basura, su preciosa humanidad reposaba en los 10 centímetros de taco de sus zapatos Prüne. Burlón, su trajecito gris, apenas salpicado por unas gotas impertinentes, se reía en silencio de mi chorreado pantalón negro. Y su moderno pilotin color caqui me inspiraba la más profunda y vil envidia.
Pero ninguno de mis sentimientos fue tan criminal, como el que experimenté al ver su pelo. Su corte en prolijas capas, su flequillo perfecto, sin un pelito fuera de lugar, sin una mínima muestra de la tempestad que acaba de desatarse, generaron en mi un odio del que nunca me hubiera creído capaz. Tuve que bajar la mirada, un segundo más de su melena impecable y no sé de que hubiera sido capaz.
Pero logré contenerme.
Porque tuve que reconocerle, aunque me dieron ganas de ahocarla, que no es culpa de ella haber nacido así. No es perfecta a propósito. Entendí de repente, que algunas tienen la capacidad nata de no mojarse en medio de un temporal, mientras que nosotras somos incapaces de llegar a las cinco de la tarde sin una mancha en la camisa.
Que para ellas, la sensación términa es algo psicológico: en pleno verano no se las verá jamás derramar una gota de sudor, y con 3º bajo cero, caminarán como si nada con un capita divina de cashemire como único abrigo, mientras una se congela, aún cuando parece el muñeco de Michelin de tanta camiseta que lleva encima.
Ellas tienen pies a prueba de ampollas, y el esmalte sí les dura una semana entera sin saltarse irrespetuosamente en la punta de las uñas. Se ponen cualquier trapo y les queda elegante, mientras nosotras nos echamos el ropero encima y seguimos pareciendo pordioseras. En su cartera nunca encontrarás un Bic explotada ni un Carilina usado pegoteando los mil boletos del 37 que tenemos nosotras.
Así son esas malditas. Perfectas. Tan prolijas e inmaculadas como nosotras jamás seremos. Tan planchaditas y sobrias como solo en sueños nos veremos alguna vez. Tan lindas y cuidadas que parecen escapadas de la tapa de la Cosmo. Así son las malditas perfectas, las que siempre están cerca cuando pensás que no podés sentirte más fea, para demostrarte que sí podes.
Y así somos nosotras, el resto de las mujeres, que solo podemos pedirle a Dior que nos libre de cruzarnos con ellas en un día de lluvia...
*Gracias Claudio Gabriel!

lunes, 10 de noviembre de 2008

Mujeres sin tren (Las Boludas y yo Vol. IV)

El fin de semana que pasó, viajé a mi pueblo para asistir a la boda de mi amigo Valentín.
El mío, es un pueblo chico. A unos 170 km de Capital Federal, a orillas de un evaporado Río Salado, se emplaza General Belgrano.
Años atrás, supo ser un punto de atracción pesquera y balnearia, pero las poco felices administraciones municipales y provinciales, hicieron que Belgrano perdiera gran cantidad de visitantes cuando el tren, dejó de llegar a su estación. Así como ocurre en muchos otros pueblos del interior, el mío se quedó sin tren hace más de quince años.
Lentamente, la estación se fue convirtiendo en Museo, los durmientes fueron despertados y los viejos rieles levantados. Hasta que hoy, no queda más testimonio de la época en que la chanchita llegaba de Buenos Aires, que la memoria de quienes la padecimos alguna vez.
Desde entonces, soy una pasiva expectadora de la decadencia del lugar donde pasé eternos veranos en la pileta municipal, la cueva de Juliana o la casa de mi tía Pitty.
A mi ojos, pareciera que junto con el tren, dejaron de llegar a Belgrano los cambios, la alegría y el futuro. El Río se echó a perder. El camping se arruinó. Cerró Sofía por primera vez en 25 años y mis paisanos empezaron a caminar con paso más cansado, a mirar con desconfianza a los de afuera. A mis ojos, lo único más triste que mi pueblo después de que perdió el tren, son algunas mujeres de ese pueblo, que parecen haberlo perdido también.
Para las que no crecieron en una metrópolis (o su conurbano), la vida puede ser un poco distinta a la nuestra. Llegada una cierta edad, las opciones que el pueblo te brinda son pocas. Es en ese crucial momento, algunas eligen irse a intentar otra vida en algún lugar distante, donde exista más de un semáforo. Otras, a veces por imposición, a veces por elección, se quedan ahí, viendo pasar la vida igual que ven pasar a las mismas vecinas en bicicleta. Ésas son las mujeres tristes a mis ojos.
Ésas que desde chicas, tienen que aprender a convivir con la monocorde rutina del pueblo chico, del qué dirán, de la inacción, del aburrimiento, del infierno grande. Ésas para quienes la realización pasa por enterarse primero del chisme, descubrir a una infiel in fraganti o casarse con el novio de otra. Aquellas para quienes los planes se reducen a terminar rápido aquello que hagan, para juntarse a sufrir por su destino miserable de pueblerinas amargadas. Ellas se adaptan a esa vida sin vida, sin darse la oportunidad de un cambio, la posibilidad de otra distinta.
Temorosas de la soledad, se aferran a sus fallidos romances con la fuerza que solo una mujer desesperada puede tener. Cómo único remedio al paso del tiempo, se regodean de sus angustias creyéndose heroínas por sufrir tanto por áquel que las engañó, las humilló y las olvidó tan rápido.
Esas mujeres, no conocen más felicidad que la de un texto pidiendo que esperen hasta que amanezca para verse a escondidas con el que les quita el sueño. No saben de compañías fieles ni conversaciones francas.
Como el río, estas mujeres inteligentes y hermosas, se van secando en la creencia de que eso es lo que les tocó y así debe ser. Y yo me niego a creer que eso pueda ser lo que eligieron. Me niego a pensar que aquellas con las que compartí una infancia y adolescencia llena de sueños e ideales sean ahora las de los ojos cansados y esperanzas rotas que eligen dejar pasar la vida en vez de vivirla.
A mis ojos, nada es más triste que esas mujeres, que como los viejos andenes de la estación de mi pueblo, se quedaron sin tren, sin cambios, sin alegrías, y sin futuro.