martes, 27 de enero de 2009

Un amor que no se puede repetir

El primer hombre por el que lloré en mi vida, se llamaba Juan.
No recuerdo la primera vez que le di un beso, pero nunca voy a poder olvidar la última: Juan estaba acostado en una cama de hospital, y tenía cáncer. Yo contaba casi trece años, y había ido a visitarlo al hospital con mi primo Coco y nuestro buen amigo Martín. Me dejaron entrar solo unos pocos minutos. En terapia intensiva las visitas son literalmente "de médico" si tenés doce años.
Él dormía, así que no lo molestamos. Yo me quedé paradita al costado de su cama.
Estaba tan flaco, tan chiquito al lado mío que entonces también era tan chiquita, que se me estrujaron el corazón y todas las tripas, porque sabía que aquella era una de nuestras últimas visitas.
Un segundo más tarde nos hicieron salir. Caminábamos por el pasillo cuando Martín me dijo "Ana, no le diste un beso vos...". ¿¡No le di un beso!?... Me di vuelta, corrí hasta la sala y le dije al de la puerta: "No le di un beso" para que me dejara pasar otra vez. Entré, Juan todavía dormía. Le di un beso en la frente y me quedé un instante viéndolo ahí, tan frágil, tan roto, tan poco de él en esa cama horrible. Ese, fue el último beso que le di a Juan.
A Juan Schaffner, mi abuelo.
Esa fue también la última vez que lo vi con vida. La madrugada del 2 de Noviembre, cansado de luchar sin sentido con una enfermedad mucho más fuerte que él, mi abuelo Juan dejó de respirar.
Después de eso, no recuerdo muy bien como pasaron las cosas. La tía despertándonos a Coco y a mí. Ponerme mi mejor ropa. Ir al velorio. Esconder la cara para llorar en cuanto pecho me ofrecieran. Rogarles a todos que no me llevaran al cementerio. Quedarme en casa de Silvia y Hugo unos días. Faltar a mi propio fin de curso. Volver a una casa que ya sin él, no era la casa donde me crié. Crecer sin su mirada.

Yo sé que desde que él no está, en la familia muchas cosas se rompieron. Muchos agarraron el camino equivocado, nos olvidamos del juicio que él siempre nos obligaba a mantener, nos sentimos perdidos.
A mi no me tocó la peor parte. Pero tampoco me la llevé de arriba.
Con un papá irresponsable y una mamá que hizo lo que pudo, muchas veces me descubrí pensando que yo no pertenecía a esa familia desquiciada. Pero cuando me acuerdo de mi abuelo Juan, sé que no existe duda sobre mi pertenencia a su familia, y que no heredé de él solo el apellido, sino mucho de cuanto soy.
En mi obsesiva compulsión al orden, está presente su galpón de herramientas, donde hasta los tornillos oxidados tenían su frasquito etiquetado.
En mi metódica rutina, está su horario inflexible, su silencio a la hora de comer, su respeto por las reglas.
En mi a veces terrible mal carácter, está el suyo, inquebrantable.
Él no me decía cosas lindas. No recuerdo haber estado a caballo de sus hombros. Nunca me regalaba muñecas. Pero todos los meses, cuando iba a cobrar, me llevaba a tomar un helado de dulce de leche y chocolate, y no a cualquier heladería, a una donde regalaban globos. Porque a mí me encantaban los globos. En ese gesto tan chiquito, yo encontraba su ternura, su amor irrepetible.
Y aunque haya sido el hombre más importante de mi infancia, no hablo mucho de él. Todos los recuerdos, todas las veces que lo extrañé, todos los momentos en los que pienso en él me los guardo para mí. Como si tenerlos en secreto fuera la mejor manera de que no se pierdan, de que se queden conmigo para siempre.

Hace unos días, mi abuelo Juan hubiera cumplido 95 años. Y como algo caliente que me quemaba las manos, su nombre está desde ese día en la punta de mis dedos, pidiéndome que lo escriba, que le escriba estas palabras.
Yo no sé que pensará él de mí. No sé si estará orgulloso de la mujer que soy, de las decisiones que tomé, de las cosas que hice y de las que elegí no hacer.
Pero hoy me falta modestia y creo que si lo está.
Como yo lo estoy de llevar su nombre, de cargar con su historia, de saber que si él no hubiera estado en mis primeros años de vida, no sería la que soy.
Y de poder sentarme a escribirle, sin adornos, ni pudores, la falta que me hace.

*El título pertenece al estribillo de la canción "Luz de Navidad", de Bárbara Giles.