viernes, 21 de agosto de 2009

De raíces y frasquitos

Siempre me resultó notable la estrecha relación que se puede establecer entre la génetica y la botánica.
No sé de quien habrá sido la idea, pero lo cierto es que desde tiempos inmemoriales, los lazos familiares y el reino vegetal han estado ligados.
En el jardín de infantes, por ejemplo, dibujamos un árbol genealógico para aprender qué lugar ocupa cada miembro en nuestra familia.
Desde que el mundo es mundo, la respuesta más veces repetida a los niños para el eterno interrogante sobre el inicio de la vida, es (naturalmente) el cuento de la semillita...
Se suele decir de esos parientes impresentables que algunos preferirían no tener, que seguramente pertenezcan a otra rama de la familia.
Para muchos, formar un hogar es echar raíces. Y los hijos son sus vástagos.
Desde chicas nos enseñan que el amor es una plantita y hay que regarla todos los días.
Las metafóras vegetales para las relaciones filiales me parecen divertidas, aunque para aplicarlas a mi caso particular, algunas necesitarían ciertos retoques.
En primer lugar el cuento de la semillita no me parece el adecuado para explicar el origen de mi existencia.
La semillita implica un contexto de ardua deliberación y trabajo forzado. Cualquier buen jardinero, que se precie de tal, sabe que elegir una semilla y hacer de ella una buena planta no es una empresa fácil: hay que arar la tierra, sembrar la semilla, regarla cada día, cuidarla de los vientos fuertes y el calor excesivo. Después, cuando empiezan a aparecer los primeros indicios del plantín, hay que arrancar los yuyos dañinos que crezcan cerca de ella, ahuyentar a los pájaros y hormigas, y eliminar a las orugas y plagas.
Definitivamente, creo que conmigo no se tomaron tal trabajo. Por eso, me cierra más la idea de que yo, fui hecha de gajo. Se cortó un tallito de aquí, otro tallito de allá, y voilá, un precioso injerto que nadie esperaba que brotara, pero sin embargo, acá está floreciendo.
Tampoco comulgo con la figura del árbol como el mejor reflejo de mi familia.
Cada vez que intenté dibujarlo, la rama que me representaba quedaba demasiado alta, o distinta de las demás. Otras tantas, demasiado corta y cerca de las otras ramas, confundiéndose tanto entre ellas que no se sabía bien de quien eras los hojas.
Se me escapaban algunos personajes, y no sabía bien donde ubicar a otros: quien iba en el tronco, quien en la raíz y quien en la copa.
Por eso, yo creo que el mejor reflejo de mi familia es una germinación, ese experimento botánico que hacíamos en la escuela primaria.
Su usaba un frasquito vacío, donde se ponía algodón humedo en el fondo, se cubrían las paredes con papel secante, y entre el papel y le vidrio se colocaban porotos. Tras un par de semanas de luz, riego y espera, el poroto germinaba y se convertía en plata.
Yo me parezco más a esos frasquitos, porque a diferencia de un árbol, no me quedé atada al mismo jardín toda mi vida. No fui regada y cuidada por el mismo jardinero, ni me dejé podar por manos inexpertas.
Yo fui como el poroto, que durmió entre papel secante y algodón, y germiné en muchas muchos frascos, en muchas casas, con familias distintas que me cuidaron como propia.
Que me regaron cuando lo necesité, me pusieron al sol y se alegraron conmigo cuando crecieron mis primeros brotes. Y me pasaron a tierra cuando mis raíces fueron demasiado grandes para el frasquito.
Por eso yo sé que no tengo que dibujar un árbol para representar a mi familia, porque tengo muchos arboles en realidad, en muchos jardines.
Y aunque no dudo que soy la que soy gracias a los tallos que se sacrificaron al corte para formarme,
sé que soy más YO, gracias a los frasquitos que todas las familias maravillosas que me adoptaron, pusieron en su ventana para que yo germine en ellos.

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Anette