viernes, 17 de julio de 2009

Los amores de Susana, o "La malcasada"

Pensando como describir a la mujer que quiero presentarles en este post, se me ocurrió buscar a alguien que todos conozcan, al menos de nombre, que cumpliera con las características de la que he dado en llamar la malcasada.
No hizo falta pensar mucho. Al alcance de mi mano estaba ella, la siempre blonda, inmortal, reina de los teléfonos, Susana Giménez.
Sí. Susana.
Mi musa inspiradora es la versión famosa de aquellas anónimas mujeres exitosas, independientes, capaces y brillantes que por extrañas razones, sistemáticamente le pifian al elegir marido (o novio).
La malcasada es una paradoja viviente. Un paradigma de la contradicción.
De sabia visión para los negocios, impresionante habilidad para sobrellevar malos tragos y grandes virtudes humanas, estas mujeres resultan completamente ineptas para encontrar un tipo a su medida. Si acaso existe.
Usando a los grandes amores de la Su como ejemplo, les presento a la malcasada:
La Su y Mario Sarrabayrrouse (o la malcasada inexperta)
Jóvenes, un poco ingenuas y con gran visión de futuro, estas mujeres se casan con un tipo buenmozo, de familia tradicional y cuenta bancaria abultada.
Tienen un hijo enseguida. Cambian el almacén por el shopping y si pueden, el apellido berreta paterno por el codiciado conyugal.
Creen que es para toda la vida. Cuidan la plantita de su amor como una orquídea hasta que descubren que la yegua más querida de su marido, no es precisamente aquella con la que juega al polo. Si les queda un poquitín de cerebro, se divorcian a tiempo. Sino, Dios las ampare.
La Su y Monzón (o la malcasada calentona)
A cualquiera le puede pasar.
Conocen a un tipo mediopelo, semianalfabeto, musculoso y grasún, pero que las atiende como ninguno.
No se aguantan la tentación y se lo llevan a su casa pensando que detrás de tanta barbarie y pelo en pecho se esconde un señorito inglés que ellas sabrán sacar a fuerza de noches tórridas.
Lo educan un poco, pero el muchacho no pronuncia jamás más eses que la de nasta. Tarde o temprano (más vale temprano amigas) se aburren del brutal Carlitos y lo dejan seguir a golpes por la vida, antes de que la vida, las golpee a ellas.
La Su y Ricardito Darín (o la malcasada adelantada)
Un buen día, encuentran un tipo de futuro brillante, prometedor talento y tenaz ambición, que empieza de abajo mientras ella no duermen por ayudarlo. Lo acompañan a los castings, los parciales, las entrevistas de trabajo...
Lo ven crecer. Realizarse. Triunfar.
Pero lo ven a la distancia.
Lo ven como a un amigo, diez años más tarde, casado felizmente con otra mujer, que se llevó el diamente pulido, envuelto y con moño que ellas, mineras de vocación, supieron encontar en la más tiznada de las carboneras.
La Su y Roviralta (o la malcasada proveedora)
Jamás, jamás te cases con un dandy. Los dandys son buenos amantes, pero jamás serán buenos maridos.
Estas mujeres se enamoran del más lindo de la fiesta, el mejor vestido, el más viajado. Ese con el que jamás podrían quedar mal. Lo adoran porque sabe hablar, sabe comer, sabe estar a la altura de sus circunstancias. Pero ignoran que él también sabe como engancharlas y hacerles firmar la libreta colorada. Y que sabe como hacerse el boludo cuando las papas queman.
Algunas viven años negándose a la verdad y manteniendo muñecos que las exprimen como sanguijuelas mugrientas.
Otras (nuestra Su) revolean ceniceros. Alabadas sean!
La Su, Corcho y Rama (la malcasada que tropieza dos veces)
Porque a quien nace barrigón es al ñudo que lo fajen, algunas tropiezan dos (y ojalá solo fueran dos) veces con la misma piedra.
Se enamoran vanamente de aprendices de yuppie, que con sus empresuchas siniestras las llevan a la ruina moral y económica. Los defienden a capa y espada en nombre de su tan venerada relación. Se gastan años explicando porqué invierten confianza y ahorros en esos vampiros oportunistas que las usan de escalera a la fama (o a donde sea).
Luchan con afán por proteger su pareja. Lo intentan todo, y finalmente, lo pierden todo.
Aprenden, o eso dicen, y se juran no volver a caer en el mismo error.
Mal que les pese, algunas malcasadas no tienen remedio.
Siempre volverán a pecar de ingenuas, de calentonas, de buenas consejeras, generosas o valientes.
A mí me apenan, y me crispan.
Pero me gusta pensar que entre tanto desatino, entre tanta pifiada y tanta resignación, en algún momento, en algún instante entre tocar el fuego y quemarse, encuentran un poquito (un poquito!) de felicidad.