domingo, 14 de diciembre de 2008

Las Margaritas y los cerdos

De los grandes misterios femeninos, uno de las que más me sorprende
-por su creciente repetición entre algunas mujeres- es sin duda el Síndrome de La Margarita.
Con este nombre, yo denomino a esa extraña inclinación que tienen algunas féminas de malgastar su tiempo, inteligencia y belleza, una y otra vez, con un tipo que las maltrata.
La Margarita, podría definirse (según mi teoría) como una mina que supera la media.
Le sobrarían motivos para creersela, porque generalmente es linda. O incluso, en los peores casos, muy linda. Y encima es un mina que cae bien. No es linda boba, digamos, es linda copada. Se ríe de los chistes machistas, tiene un gran sentido del humor y se convierte en el centro de las reuniones apenas llega. Además, casi siempre, esta chica es profesional y tiene un buen laburo.
Sin embargo, pese a que la tiene atada, ella no se la cree. Va por la vida ganándose todo a pulmón, por derecha, sin cagar a nadie. Es lo que llamaríamos una mina de fierro y gracias a eso, ha cosechado muy buenos amigos que la bancan en todas.
Pero el problema de estas mujeres, es que su casi infalible capacidad para triunfrar en todo lo que hacen, resulta totalmente inútil al momento de elegir a sus parejas.
Sí, así como la ven, tan buena para todo en la vida, La Margarita es un imán de chantas. Y de los peores chantas, si me permiten.
Piensen concienzudamente en las mujeres que conocen, y al menos una dentro de su entorno padece de este síndrome. Sabrán quien es rápidamente, porque su nombre suele ser acompañado de frases tales como "No, Margarita no tiene novio; "Pobre Margarita, nunca la emboca con el pibe que elige"; "Otra vez el flaco la engañó". Claramente, el síntoma característico de esta patología, es pifiarla con los tipos.
Pero pifiarla en serio, pifiarla con ganas, no hablo de salir con un imbécil dos veces y seguir adelante con tu vida. Hablo de que estas mujeres se enamoran profundamente de salames que lo único que hacen es mentirles, engañarlas, prometerles imposibles y finalmente, hacerlas mierda con la odiosa frasesita "es que sos mucha mina para mi".
¡Claro que es mucha mina para vos pelotudo!. El problema es que Margarita no lo ve, y si lo ve, lo niega. Para ella el tipo es bueno hasta cuando sabe que la cagó. Ella perdona, y perdona como Dios manda, olvidando la falta.
Ella acepta, asume, espera y comprende. Como en el resto de sus cosas, pone todo de sí, se compromete toda, su metro sesenta y cinco, sus 53 kilos, su título universitario y sus futuros hijos. Todo. Y pide muy poco a cambio.
Entonces aparece un desgraciado, que al principio se emboba con esta mina que se las sabe todas, pero que termina abandonándola siempre. Y cada que vuelva con él, él la va a dejar otra vez.
Pero Margarita vuelve a intentarlo, esperando que este no sea tan mentiroso como el anterior, o tan inmaduro como el de antes. Que prefiera sus piernas a las de Messi, y que cuando duerma con ella, no sueñe con otras. Que de vez en cuando se acuerde de llamarla primero cuando le pasa algo bueno, o el día de su cumpleaños, la invite.
Lo intentará con toda su voluntad, su belleza y su intelecto, convencida de que esta vez sí, las cosas serán distintas. Y deseará tanto que así sea, que con sus solas ganas alcanzará para hacer marchar otra nueva relación que desde el primer día, está destinada al fracaso.


Lamentablemente, yo no soy psicóloga, socióloga o algo que termine en "óloga", así que todavía no pude encontrarle a este maldito síndrome la raíz, la causa, la última ratio que me ayude a entender porque a Margarita, le cuesta tanto encontrar uno que la merezca.
Les dejo la inquietud.
Si ustedes lo saben, explíquenmelo, porque mi torpe cabecita, no puede concebir que existan estas mujeres tan especiales, estás Margaritas tan lindas, y que de ellas, solo puedan comer los cerdos.

viernes, 12 de diciembre de 2008

Muerte de un viajante*

(*) Advertencia: Este no es un post de los de siempre. Es un cuento corto y el único humor que contiene es negro. Y sí, le robé el título a Arthur Miller.

Esta mañana maté al chofer de la combi.
No lo premedité. No estaba en mis planes hacer esa escala antes de llegar a mi trabajo. Pero estuve en el momento y el lugar justos. Y lo maté.
Lo cierto es que estábamos solos en una camioneta Renault Transit acondicionada como minibus. Él, al volante. Yo, justo detrás suyo. En la primer fila de asientos dobles.
Nos habíamos saludado afablemente cuando subí a su combi -buenos días señor de la combi-, sonriendo. Sonaba una FM en castellano, tolerable. Me senté en el primer asiendo, como es mi costumbre. Y cerré los ojos -yo siempre duermo camino a Lanús-.
Comenzaba a disfrutar del runrun embriagador de la autopista cuando algo quebró mi frágil ensoñación. Un sonido. No, un ruido. Un ruido ensordecedor y monótono.
Traté de concentrarme en lo que soñaba, pero el volumen del ruido crecía. Era música.
Una música demoníaca, centroamericana. Gemidos e ininteligibles palabras se mezclaban con repique de tambores y acordes electrónicos. El chofer tarareaba al compás.
Respiré. Conté hasta diez y volví a cerrar los ojos. No hubo caso. El volúmen de la monótona melodía era insoportable -Baila morena, baila morena, perreo pa los nenes, perreo pa las nenas - retumbaba en mi cabeza.

No lo pensé, metí la mano en la cartera y saqué la trincheta que uso para sacar punta a mi lápiz negro. Y se la hundí en el cuello al chofer con fuerza. Tuve buen tino, pues estábamos con en el semáforo en rojo. Él intento defenderse de un manotazo, pero el apoya cabezas amortiguó el golpe, que apenas sentí. En cuestión de segundos dejó de moverse.
La sangre empezó abrirse paso entre la trincheta y la carne. Gotita a gota.
No me impresionó.
La arteria se hinchaba, tenía que eliminar la presión así que saqué el arma del cuello. Ahora la sangre salía a borbotones.
El semáforo se puso en verde. Volví a sentarme y limpié la trincheta con un Kleenex que después tiré al piso de la combi. Cerré los ojos y me dormí.

Me despertó un bocinazo no se cuantos minutos más tarde. Me paré, tomé mi cartera y pateé un Kleenex que había en el piso abajo del asiento -Me bajo en Castro Barros- le dije al chofer.
Abrí la puerta y bajé mirando hacia atrás -me asustan las motos en la Avenida-. Cuando cerré la puerta sonaba "Baila Morena" en el interior de la combi.